La ira no gana almas, el amor si
- IB La Molina

- 18 sept
- 3 Min. de lectura
“Pero ustedes deben tener cuidado de que su libertad no haga tropezar a los que tienen una conciencia más débil. Cuando ustedes pecan contra otros creyentes al alentarlos a hacer algo que para ellos está mal, pecan contra Cristo.” 1 Corintios 8:9, 12 NTV

Como creyente y madre de hijas jóvenes, además de consejera de otras personas en esta etapa de la vida, siento la necesidad de estar informada. Por eso trato de leer noticias y revisar lo que se publica en las redes sobre los temas que marcan la actualidad.
A veces quisiera responder a todos los jóvenes que expresan con tanta fuerza su rechazo y a veces hasta odio, a quienes no piensan como ellos. Sus palabras, compartidas y celebradas por millares de personas de la misma edad, parecen tener el propósito de contagiar esa misma ira y resentimiento. Puedo comprenderlo en parte, porque sus corazones aún no conocen el amor de Cristo.
Pero lo que más me duele es cuando veo a cristianos responder en el mismo tono, con intolerancia y críticas destructivas. Me pregunto: ¿cómo podrán esos jóvenes conocer la compasión y el amor de Dios si quienes decimos seguir a Cristo usamos las mismas armas de agresión?
El apóstol Pablo, en sus tiempos, también enfrentó situaciones similares. Por eso advirtió con tanta claridad: Nuestra libertad no debe convertirse en tropiezo para otros. Si lo que hago o digo provoca que alguien crea que la fe cristiana se defiende con odio, entonces he fallado en reflejar el corazón de Cristo.
Este pasaje me lleva a examinar mi vida: ¿Qué cosas debo evitar para que otros no imiten lo que no proviene de Dios? Cristo siempre mostró paz y compasión, sin dejar de lado su autoridad y santidad. Seguirlo implica vivir de tal manera que mi libertad esté guiada por el amor. La enseñanza de Pablo es clara: si mi “libertad” hiere a otro, ya no estoy caminando en el amor de Cristo. Nuestra vida debe reflejar paz, compasión y santidad, dejando siempre en claro que pertenecemos al Reino de Dios, no a este mundo.
Nuestro ejemplo pesa más que nuestras palabras: otros pueden animarse a imitar lo que hacemos, y por eso debemos vivir con discernimiento. Cristo mismo es nuestro modelo: Él nunca buscó su propio beneficio, sino glorificar al Padre y edificar a los que lo rodeaban.
En estos días, muchas de las noticias que leo giran en torno a los videos de Charlie Kirk. He notado que, en su intento de proclamar el evangelio, varios se sintieron ofendidos y lo interpretaron como una amenaza o un ataque. En especial, la comunidad homosexual lo acusó de ser racista y de hablar con desprecio.
Cuando alguien proclama el evangelio en público, es normal que surjan reacciones fuertes, porque la Palabra de Dios confronta el corazón y choca con las corrientes del mundo. Algunas personas sienten que el mensaje amenaza sus creencias, estilos de vida o identidades, y por eso responden con hostilidad. En realidad cuando el evangelio incomoda, está cumpliendo su propósito: revelar la verdad de Dios. Lo importante es que quienes lo anunciamos no respondamos con el mismo enojo que sienten los ellos, sino con firmeza y amor. La oposición confirma que estamos en una batalla espiritual:
“Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Efesios 6:12).
El mundo puede llamar intolerancia a nuestra fidelidad a la Palabra, pero debemos recordar que la santidad auténtica siempre se viste de amor. El Reino no se impone a la fuerza; se revela a través de la compasión y la gracia de Cristo. Nuestra misión es clara: guardar la santidad, pero al mismo tiempo reflejar el corazón de Dios. No se trata de ganar discusiones ni de demostrar quién tiene la razón, sino de que otros vean en nosotros la paciencia, la paz y la verdad del Evangelio. Como enseña Romanos 12:18: “Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres.”
Con amor
Martha Vilchez de Bardales









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