La primera iglesia que Dios nos confía
- IB La Molina

- hace 12 minutos
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“Confías en que eres guía de los ciegos, luz de los que están en tinieblas, instructor de los indoctos, maestro de niños, que tienes en la ley la forma de la ciencia y de la verdad. Tú, pues, que enseñas a otro, ¿no te enseñas a ti mismo?” Romanos 2:19-21

Desde muy joven crecí escuchando en casa una advertencia que mi padre repetía con firmeza: “No sigas el ejemplo de Elí.” Él solía decirnos que el fin de aquel sacerdote y sus hijos fue triste, no por falta de conocimiento, sino por falta de temor a Dios. Esa enseñanza quedó grabada en mi corazón. Pero debo decir con sinceridad que mi hogar no fue perfecto. Hubo errores, debilidades y momentos difíciles. Sin embargo, algo sí marcó la diferencia: el temor de fallarle a Dios. Aun en medio de las imperfecciones, aprendí que el ministerio no se sostiene con talentos ni con reconocimiento, sino con obediencia y reverencia al Señor.
Por eso, cada vez que leo la historia de Elí, siento que es una advertencia viva para quienes servimos a Dios. Porque cuando la autoridad espiritual se apaga en casa, también se debilita la palabra que predicamos.
Hoy más que nunca necesitamos recordar esta verdad sencilla pero profunda: la primera iglesia que Dios nos confía tiene nombre y apellido: nuestra familia. Hay un problema espiritual que se está extendiendo en muchos lugares: una desconexión entre la verdad bíblica y la práctica ministerial. El pecado que comenzó como una falta de autoridad paternal en el hogar del sacerdote Elí sigue repitiéndose hoy con alarmante frecuencia. Y parece que ya no hay hombres como Samuel, que se atrevan a confrontar ese pecado con la verdad de Dios. Por eso, muchos continúan de pie en los púlpitos como si nada ocurriera, ignorando que la Palabra enseña con claridad que no se puede separar el llamado al ministerio de la obediencia en casa.
No puedo evitar pensar: ¿Cómo logran hacer para seguir dirigiendo una congregación con una familia sin temor a Dios? ¿Será que han confundido el llamado con el éxito?
Muchos líderes modernos han caído en la trampa de medir el ministerio por números, plataformas o reconocimiento, en lugar de por santidad, obediencia y fruto espiritual. En lugar de examinarse a la luz de la Palabra, se justifican diciendo que “nadie es perfecto”, lo cual es cierto, pero lo usan como excusa para no corregirse ni rendir cuentas. Jesús enfrentó lo mismo en los fariseos: predicaban bien, pero vivían mal. Él los llamó “sepulcros blanqueados” (Mateo 23:27), no por falta de conocimiento, sino por falta de coherencia. Hay iglesias que, en lugar de examinar todo a la luz de la Palabra, se vuelven seguidoras de personalidades. Pablo lo advirtió:
“Porque vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina, sino que, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias pasiones” (2 Timoteo 4:3).
Cuando la iglesia deja de escudriñar las Escrituras, se vuelve emocionalmente dependiente del líder, y ya no espiritualmente guiada por Cristo. Por eso algunos pueden caer en el error de idolatrar al ministro más que amar la Palabra. El sacerdote Elí sabía la verdad, pero no actuó. Su pecado no fue desconocer la Palabra, sino no ejercer autoridad espiritual en su propia casa. Y el Señor le dijo:“Honras a tus hijos más que a mí.” (1 Samuel 2:29). Elí conocía la Palabra, servía en el templo y enseñaba al pueblo… pero descuidó su propia casa. Y cuando la autoridad espiritual se apaga en el hogar, el fuego del altar también se debilita. Hoy, tristemente, muchos ministerios viven la misma desconexión: se predica sobre santidad, pero se tolera el pecado en casa; se habla de obediencia, pero se ignora el desorden familiar. Ojo no se trata de juzgar, sino de volver al orden divino.
"Honras a tus hijos más que a mí.”
Este verso resume la raíz del problema en muchos ministerios modernos: prefieren mantener apariencias, evitar conflictos familiares o conservar el puesto, antes que honrar a Dios con integridad. Como di testimonio al principio yo también crecí en un hogar pastoral y ni mi padre ni mis hermanos mayores fueron ejemplos de santidad, pero la corrección era la regla que nos condicionaba a no caer en el libertinaje. El testimonio familiar era parte del ministerio y eso debe ser una regla para todo ministro de Jesucristo. Nadie que ejerce el ministerio pastoral debe olvidar este principio que parece olvidado: “La primera iglesia que se pastorea es la familia.” Y cuando el hogar se gobierna con amor, oración y disciplina, el púlpito cobra autoridad.
Porque el liderazgo verdadero no se mide por cuántos te siguen, sino por cuánto reflejas a Cristo en tu hogar. La primera iglesia que Dios nos confía tiene nombre y apellido: nuestra familia. Si la Palabra no gobierna en casa, no puede tener poder en el púlpito. Desgraciadamente hoy sí, hay quienes se saltan estos versos. Pero también hay iglesias que no buscan fama, sino verdad; no aplausos, sino santidad.
Amados le pido al Padre que esta reflexión nos lleve a mirar nuestro hogar con honestidad y amor. Si hay heridas, descuidos o desobediencias, hoy es el momento de arrepentirnos y permitir que Dios restaure cada corazón en nuestra familia. Porque cuando la familia se rinde a la Palabra y a la oración, el púlpito recupera su santidad y autoridad. Que nuestras casas sean un reflejo vivo de Cristo, y que desde allí, Su gloria se proyecte al ministerio que Él nos ha confiado.
Con amor
Martha Vilchez de Bardales
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