Padres que perdieron el equilibrio

"Dos naciones hay en tu seno; dos pueblos se dividen desde tus entrañas. Uno será más fuerte que el otro y el mayor servirá al menor." Génesis 25:23

Como la novena de once hermanos mayores, crecí rodeada de muchos ejemplos que marcaron mi vida. Cada uno de mis hermanos tenía su manera de ser, su carácter, su forma de expresar su fe en Cristo, y en medio de todos ellos, yo trataba de encontrar mi lugar.

Pero con los años entendí algo muy importante: ningún ejemplo humano, por más bueno que sea, puede ocupar el lugar del único modelo perfecto que tenemos, que es Jesús.

Mi padre, con su carácter fuerte y a la vez tierno, fue una figura clave en mi formación. No fue un hombre perfecto, pero su amor y su manera de buscar a Dios me mostraron el camino hacia una fe viva y real. Aprendí que los padres nos dejan huellas profundas, y esas huellas muchas veces se convierten en la base de cómo entendemos el amor y la autoridad de Dios. Por eso creo con todo mi corazón que la familia es la primera escuela donde aprendemos a conocer a nuestro Padre celestial. En ella descubrimos lo que significa ser amados, corregidos y guiados. Como dice la Escritura: “Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él” (Proverbios 22:6).

Hoy quiero mostrarte a otra familia: el hogar de Isaac y Rebeca, y sus hijos Esaú y Jacob. 

(Génesis 25–27) La historia de esta familia comienza con una oración contestada. Rebeca era estéril, y su esposo Isaac oró al Señor, quien le concedió concebir. Pero desde el vientre, los dos hijos ya luchaban entre sí. Dios le reveló a Rebeca que “dos naciones hay en tu seno, y dos pueblos serán divididos desde tus entrañas” (Génesis 25:23). Al nacer, Esaú salió primero, cubierto de vello, y luego Jacob, tomando a su hermano del talón. Desde entonces, sus vidas estuvieron marcadas por la competencia. Con el tiempo, Esaú se convirtió en un hombre del campo, fuerte y hábil cazador, mientras que Jacob era más tranquilo y permanecía en las tiendas. La Biblia dice que Isaac amaba a Esaú porque comía de su caza, pero Rebeca amaba a Jacob (Génesis 25:28). Este favoritismo abrió una grieta en el hogar. Isaac, movido por sus preferencias y gustos personales, quería bendecir a Esaú, el primogénito, aunque Dios ya había anunciado que el menor recibiría la bendición. Y Rebeca, por su parte, quiso “ayudar” a Dios con sus propios medios, y planeó un engaño para que Jacob recibiera la bendición de su padre. El resultado fue devastador: Jacob mintió, Isaac se sintió traicionado, y Esaú, lleno de amargura, juró matar a su hermano. Jacob tuvo que huir de su casa y pasaron muchos años antes de que los hermanos se reencontraran. Esaú lloró amargamente buscando la bendición que había despreciado, pero ya era tarde (Hebreos 12:17). Esa ruptura familiar dejó una huella profunda en la historia bíblica: de Jacob nació el pueblo de Israel, y de Esaú, el pueblo de Edom, que con el tiempo se convirtió en enemigo de Israel y finalmente desapareció como nación.

Una debilidad que aún se repite: La debilidad de Isaac y Rebeca: amar más a un hijo que a otro, sigue repitiéndose hoy en muchos hogares. Es algo difícil de reconocer, porque ningún padre quiere admitir que tiene un “favorito”. Sin embargo, el corazón lo revela con gestos y actitudes que los hijos perciben claramente.

Algunas señales de favoritismo pueden ser:

• Elogiar más a uno y corregir más al otro: los hijos notan cuándo la aprobación no es equilibrada.

• Escuchar con más paciencia a uno: cuando se oye con atención a un hijo y se interrumpe o minimiza al otro, se genera distancia.

• Confiar tareas o privilegios a uno solo: el que queda fuera puede sentir que no es digno de confianza.

• Tomar partido en los conflictos: defender sin escuchar al otro enseña injusticia y crea resentimiento.

• Sentirse más orgulloso de un hijo por sus logros visibles (estudios, carácter, apariencia) y menospreciar los dones o el proceso del otro.

• Valorar solo los logros visibles: algunos hijos brillan en lo académico o social, pero otros muestran dones silenciosos que también merecen reconocimiento.

Aunque estos gestos parezcan pequeños, van formando heridas profundas. El hijo preferido puede crecer con una carga de culpa o con orgullo; el menos valorado, con resentimiento o baja autoestima. En ambos casos, el resultado es división.

Por eso es necesario que los padres pidan al Espíritu Santo discernimiento y humildad para amar con equilibrio, reconociendo que cada hijo es único, con su propio carácter, tiempo de madurez y manera de expresar su fe. Cada familia enfrenta sus propios desafíos y tiende a repetir patrones del pasado. A veces los padres no se dan cuenta de que están actuando igual que sus propios padres o abuelos. Tal vez repiten las mismas preferencias, silencios o comparaciones. Reconocerlo con humildad es el primer paso para romper el ciclo. Isaac y Rebeca amaban a Dios, pero su debilidad mostró que incluso los creyentes pueden fallar en el amor familiar si no dependen del Espíritu Santo.

Con amor

Martha Vílchez de Bardales

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